Acto uno: Nuestro primer día de clases.
Ese día llegamos aquí muy temprano, ustedes y yo, con la misma emoción, con el mismo frío y entre la misma neblina. No era el mismo día, claro, el de ustedes y el mío, pero era uno igual. Al fin llegábamos al nuevo colegio, al colegio grande, enorme desde nuestras perspectivas de siete años. Aquí transcurriría una gran parte de nuestras vidas, encontraríamos algunos de nuestros más queridos amigos y se formaría mucho de lo que llegaríamos a ser.
Desde entonces caminamos por los mismos pasillos y entre los mismos nombres: Carmita, Mery, Abel, María Antonia, Abad, García, Bombín… Pasamos del patio de los chiquitos al de los grandes, hicimos actos en la tarima, viajamos en el transporte de Juan, esperamos la música para subir del recreo.
Dos historias, la de ustedes y la mía, que son casi una misma historia reescrita una y otra vez, que se pliega sobre sí misma como un paño barroco y se recrea como los libros que volvemos a leer.
Acto dos: Clases dadas y clases recibidas.
El colegio es siempre un lugar para volver y el regreso genera un cambio de perspectiva, como ocurre con el personaje que mientras vive la segunda parte de su historia, encuentra y lee con asombro un ejemplar del libro en el que alguien ha contado la primera parte (¿lo recuerdan?). El caso es que el colegio se ve diferente desde el pizarrón y desde el pupitre, aunque en la segunda mirada ayuda mucho conservar a la mano el recuerdo de que alguna vez se vivió la primera parte de la historia, de que antes también se estuvo del lado del pupitre.
Seguramente habrán escuchado el lugar común de que todos aprenden en un salón de clases; dicen que el profesor también aprende y los estudiantes también enseñan. Pues ahora puedo decirles que el lugar común es más que eso: ciertamente se aprende mucho del lado del pizarrón. No sólo porque se aprende a enseñar enseñando ni porque las cosas se asimilan de otro modo cuando hay que transmitirlas, sino porque ustedes enseñan; enseñan cuando traen interpretaciones distintas, cuando saben otras cosas y las comparten, cuando se arriesgan a explicarle a uno por qué está equivocado. Y así como este colegio pretende brindar a sus estudiantes una formación más allá de lo académico, así mismo debe uno saber que la formación nunca termina y que ustedes, queridos estudiantes, también participan en la formación de sus profesores.
Ha sido todo un gusto trabajar y compartir con ustedes, aprender y tratar de enseñar.
Acto tres: La despedida.
Finalmente nos reunimos todos, protagonistas, actores de reparto y hasta el personal del teatro para terminar la función. Ahora dejaremos el colegio al que llegamos aquel primer día, al que ya muchos dejamos antes y al que algunos hemos regresado. Nos vamos, muchachos, ustedes y yo. Duele decir adiós, pero es un dolor dulce, como el de Cortázar. Despídanse contentos, por lo que han vivido y por lo que vendrá.
El tercer acto es breve, el autor no sabe muy bien cómo manejar las despedidas.
Epílogo.
Lo mejor de esta obra es su final abierto: nadie sabe qué será de los personajes. Hasta aquí, mucho de sus vidas ha sido escrito por otros; –padres, familiares, maestros– han establecido parámetros y tomado decisiones por ustedes. Ahora, y poco a poco cada vez más, se harán ustedes los dueños del guión, a ustedes les toca decidir: ¿qué quieren hacer? ¿Quiénes quieren ser? Son preguntas para contestar cada día y en cada ocasión, una y otra vez. No dudo que sabrán hacerlo. Suerte y mucho éxito.
Gracias por todo, muchachos.
Joel Bracho Ghersi
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